El pasado verano, por temas de trabajo viajé a Chile junto con mi hija.
Era la primera vez que visitábamos el país, y allí en agosto ya es final del invierno, por lo que después del trabajo nos dedicamos a descubrir ese hermoso lugar llamado Desierto de Atacama. No hacía mucho que había leído sobre el fenómeno que, a veces, allí se da. Y el fenómeno climático se dio.
Las precipitaciones caídas, más abundantes que otros años, habían hecho que el desierto de Atacama comenzara a florecer. Inusuales lluvias propiciaron que una gran cantidad de bulbos y semillas, que se encontraban en estado de latencia comenzaran a germinar.
El desierto no era marrón era verde y multicolor, muchas flores ya comenzaban a mostrar sus bellos colores y era habitual observar a los turistas parados en los arcenes de las carreteras, fotografiando admirados esas bellas muestras de la naturaleza, entre la zona de Vallenar y Copiapó, tanto en las zonas costeras como en el interior y la cordillera.
Lo también vivenciado, en San Pedro de Atacama, con sus volcanes, salares, lagunas y géiseres, fue un gran regalo de la naturaleza, como un comienzo, e hizo que todavía mi hija vaya diciendo “Chile dio para mucho…”
Para ambas fue un nuevo comienzo en la relación madre-hija.